La historia comienza con dos discípulos que intentan dar sentido a lo que presenciaron y creyeron que era cierto. Están luchando con un asunto del corazón no resuelto.
Aquel mismo día, dos de ellos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, que está a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino conversaban sobre todo lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona los alcanzó y se puso a caminar con ellos. Pero ellos tenían los ojos incapacitados para reconocerlo. Él les preguntó: “¿De qué van conversando por el camino?” (Lc 24, 13-17).
Comparten con Jesús todo lo ocurrido en Jerusalén sobre la crucifixión, la muerte, la sepultura y, lo más sorprendente, la resurrección de Cristo. Jesús responde a su confusión interior caminando y entrando en diálogo con ellos. A medida que los discípulos comparten lo que sucede en sus corazones, queda claro que no pueden interpretar correctamente lo que ha sucedido. Jesús, utilizando las Escrituras judías, la ley y los profetas, explica: “¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él” (Lc 24, 26-27).
Jesús corrige el curso de la imaginación y la visión del mundo de los discípulos, con lo que les ayuda a ver la verdadera historia. Opta por escucharlos primero y permitirles articular dónde se han desviado. A continuación, les comparte su propia visión del mundo y los introduce a ella a través de las Escrituras.
Es por esta razón que he estado enfatizando la importancia de volver a adquirir una visión bíblica del mundo y adoptar una mentalidad apostólica. Para poder reconocer a Jesús en la Eucaristía, debemos compartir primero su cosmovisión y su visión de la realidad, especialmente como se revela en Juan 6. Si nuestra forma de pensar es radicalmente distinta o incluso opuesta a la de Jesús, nos será difícil abrirnos a la gracia de la Eucaristía. Nosotros, como los discípulos, tenemos la oportunidad en cada Misa de escuchar la historia de Jesús en las lecturas (la liturgia de la palabra) y permitir que nuestra imaginación y visión del mundo se ajusten a la suya.
Después de que Jesús explica las Escrituras a los discípulos, estos quedan satisfechos intelectualmente por su enseñanza, pero siguen descontentos. Le ruegan que se quede con ellos. Luego leemos:
Y, mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Se dijeron uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura?” (Lucas 24, 30-32).
En este pasaje notamos tres cosas que están estrechamente relacionadas y que nos muestran el amor de los discípulos por Jesús: el deseo de que se quede con ellos, el ardor en sus corazones y el reconocimiento de Jesús en las Escrituras y en la fracción del pan. Lo primero que aparece en el relato es el deseo de que Jesús se quede con ellos. Cuando amamos genuinamente a alguien, no queremos dejarle ni que nos deje.
El segundo elemento que se revela es que los discípulos reconocen a Jesús en las Escrituras y en la fracción del pan. Este reconocimiento obedece a un auténtico deseo de estar con Jesús y cerca de él. Al reconocerlo, señalan el catalizador oculto y la tercera pieza clave del encuentro. El amor de los discípulos proviene de una experiencia interior de la presencia de Cristo que arde en sus corazones. El deseo de que se quede se expresa incluso antes de que reconozcan quién es. No se puede atribuir a un respeto piadoso por una autoridad religiosa. Es el resultado de un encuentro desde el interior. El ardor del corazón de los discípulos lleva tanto a su deseo de que se quede con ellos como a su reconocimiento al partir el pan.
No es casualidad que las palabras que Jesús pronuncia en este encuentro con los discípulos de Emaús sean tan parecidas a las que pronunció en la última cena. “Tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía’” (Lucas 22, 19). San Lucas pretende relacionar la institución de la Eucaristía en la última cena con el encuentro de los discípulos en el camino de Emaús. Debemos permitir que su experiencia informe nuestra propia aproximación al sacramento.
Teniendo en cuenta esto, la pregunta que me preocupa, como pastor y hermano suyo, es “¿Arde realmente nuestro corazón por amor a Cristo?”. Sería fácil conformarse con los muchos fieles que todavía siguen el mandato del Señor y le rinden culto en la Misa. Sin embargo, Jesús anhela que todos nosotros ardamos de amor por él. Si queremos difundir la auténtica devoción eucarística en el mundo, nuestro objetivo debe ser fomentar un amor ardiente por la persona de Jesucristo tanto como una comprensión correcta de la doctrina de la presencia real o incluso más que ella. Ambos son completamente necesarios, ¡pero el amor es lo principal!
Cuando amamos a Jesús, nuestra experiencia de la Misa es más fructífera. Bajo el prisma del amor, los católicos unen con alegría sus sacrificios al sacrificio de Cristo y anhelan ser transformados por el misterio hecho presente. Los ojos de sus corazones se abren a los coros de los ángeles y los santos que adoran junto a nosotros en cada Misa. Para el que ama, ningún coste es demasiado grande, ninguna petición demasiado pequeña. Dejemos que nuestros corazones ardan con el amor de Cristo, que es lo único que realmente satisface.
Así que los discípulos se pusieron en camino y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”. Y los dos discípulos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan (Lucas 24, 33-35).
Es preciso recordar que después de que Jesús se reveló a los discípulos al partir el pan, ellos salieron inmediatamente a dar testimonio de su experiencia de Cristo resucitado. Salen en misión. También nosotros, después de recibir la Eucaristía en cada Misa, debemos salir al mundo, al encuentro de aquellos en las periferias, a realizar las obras de caridad por los pobres y a anunciar el evangelio con nuestro testimonio. Cada recepción eucarística debería impulsarnos de manera más profunda a la misión de evangelizar.