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NOTA PASTORAL DE PENTECOSTÉS

Verdad y Unidad

La Misión del Espíritu Santo

Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Al acercarnos a la gran fiesta de Pentecostés, me siento llamado en oración a escribirles sobre el Espíritu Santo. He predicado en el pasado sobre la importancia de una relación personal con cada persona de la Trinidad. Sin embargo, la relación con el Espíritu Santo puede parecer difícil porque, a diferencia del Padre o del Hijo, no solemos ver imágenes del Espíritu Santo representado como una persona. Sin embargo, la relación con el Espíritu es esencial para nuestra vida de discípulos. De hecho, uno de los temas que surgieron durante nuestro reciente proceso de discernimiento arquidiocesano fue el claro deseo de las personas de tener una mayor relación con el Espíritu Santo, de conocer los dones y carismas que él otorga y de cómo utilizarlos para hacer avanzar el reino de Dios en la tierra.

A medida que avanzamos como arquidiócesis hacia un modo de vida misionero, es importante recordar que Cristo no envió a sus apóstoles inmediatamente después de su Ascensión. En cambio, “les encargó que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperaran lo prometido por el Padre” (Hch 1,4). Los apóstoles se reunieron en torno a María en oración para esperar el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. Jesús dijo a sus discípulos que esperaran y rezaran, porque rescata el mundo del poder del maligno está más allá de nuestras capacidades humanas. Sólo la gracia de Dios prepara el corazón de las personas para recibir el poder del Evangelio. La inspiración del Espíritu Santo nos da las palabras para hablar y garantiza que todos nuestros esfuerzos den un fruto que perdure.

Todos hemos recibido el Espíritu Santo en nuestros bautismos y una efusión de sus dones en nuestra confirmación. Sin embargo, debemos elegir si ignoramos este don de la vida divina o si elegimos crecer en la intimidad con la tercera persona de la Trinidad.

¿Quién es el Espíritu Santo?

El Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, el amor que es la unidad del Padre y del Hijo. San Juan nos dice que “Dios es amor” (1 Jn 4,16), pero el Espíritu Santo es amor de una manera única como tercera persona de la Trinidad. Cuando amamos, la imagen de nuestra persona amada queda impresa en nuestro corazón. Siempre llevamos esta imagen con nosotros, y mueve nuestra voluntad de amar al otro. De forma similar, el Espíritu Santo es esta huella de amor del Padre y del Hijo. Cuando el Espíritu Santo habita en nosotros, imprime a Dios en nuestros corazones como nuestro amado, atrayéndonos a amar a Dios con el propio amor de Dios, la caridad.

Cuando preguntamos por qué vino Jesús o por qué el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo, podemos dar muchas respuestas. Durante el Adviento, escuchamos que Cristo vino a rescatarnos del poder del pecado, de la muerte y del maligno, y a devolvernos la vida. Podemos decir que el Espíritu Santo, el Espíritu de Vida, es enviado para continuar esta misión. Pero Dios no quiere simplemente rescatarnos; desea más para nosotros. Juntas, las misiones del Hijo y del Espíritu pueden resumirse de la siguiente manera: han venido para que podamos ser amigos de Dios, hijos del Padre.

Dios es infinitamente más grande que nosotros. Hablando a través del profeta Isaías, Dios nos dice: “Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los suyos y mis planes de sus planes” (Is 55,9). En su gran amor por nosotros, Dios desea una amistad íntima con nosotros. El Hijo y el Espíritu vinieron a darnos la posibilidad de participar en la vida divina para que podamos ser amigos de él (2 Pe 1,4). Jesús “se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2,7). Dios Hijo, para acercarnos a Dios, asumió nuestra propia humanidad. Asimismo, el Espíritu Santo desciende y habita en nosotros para elevarnos a Dios, infundiéndonos el propio amor de Dios, la caridad.

Si observan el mundo que nos rodea hoy, la necesidad de que el amor de Dios habite en nosotros se grita prácticamente desde todos los rincones del mundo. Sólo el don de la caridad de Dios puede superar nuestra tendencia caída a perseguir lo que parece bueno, pero que en realidad nos perjudica y nos separa de Dios.

Que Dios desee ser amigo nuestro y nos devuelva a su familia como hijos e hijas ¡debería asombrarnos y darnos una inmensa alegría! La misión del Espíritu Santo es guiar a los creyentes hacia esta amistad íntima con el Padre, del mismo modo que Jesús siempre señaló al Padre en su tiempo en la tierra. Jesús nos llama amigos en el Evangelio (Jn 15,15). Al igual que los amigos humanos comparten los mismos pensamientos y están unidos por los mismos intereses, el Espíritu Santo nos hace amigos de Dios al llevarnos a la verdad y a la unidad. La verdad, al permitirnos conocer los pensamientos mismos de Dios, y la unidad, al unirnos a él con un vínculo de amor.

La misión de la verdad

El Espíritu nos conduce a la verdad. Vivimos en una cultura que dice que no hay verdad, pero que luego se ve fracturada por las consecuencias de esa mentira. Cuando todo es relativo y elegimos lo que es verdadero para nosotros, se produce el caos. El sufrimiento, el odio y la división en nuestro mundo y en nuestro país son el resultado directo de pensar que nosotros determinamos lo que es verdadero, lo que está bien y lo que está mal. Si la verdad no existe, será imposible que todos se pongan de acuerdo en una cosa, porque cada uno elegirá sus propios deseos, su propia voluntad, lo que conducirá al conflicto. Dejaremos de rezar y decir con sinceridad las palabras del padrenuestro: “Hágase tu voluntad”.

Sin embargo, la verdad existe, y no podemos decidir qué es verdad y qué no. Dios ha hecho todas las cosas que existen; la verdad existe fuera de nosotros, y sólo encontraremos nuestra realización personal y la paz social cuando decidamos buscar la verdad. Jesús promete que no estamos solos en este empeño. Dice a sus discípulos que les enviará el Espíritu y que éste les guiará a toda la verdad (Jn 16,13).

La verdad enseñada por el Espíritu Santo incluye toda la realidad que Dios ha hecho, pero es más que eso. Jesús nos dice que él mismo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,16). El Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos guía hacia Jesús recordándonos todo lo que Jesús nos dijo (Jn 14,26).

Una de las grandes verdades que a menudo olvidamos es que Dios nos ama como un Padre (Jn 15,9). Podemos experimentar este amor profundamente, pero también olvidarlo poco después porque nos distraemos y nos estresamos por el trabajo o las dificultades familiares. El Espíritu desea recordarnos constantemente esta verdad, una verdad tan radical que cambia nuestra forma de ver el mundo y a nosotros mismos, pues vemos toda la creación y todo ser humano a través de los ojos y el corazón del Padre.

Si realmente deseamos ser discípulos, debemos pedir constantemente al Espíritu Santo que nos guíe a toda la verdad y nos ayude a recordar lo que Jesús enseñó a sus apóstoles. Debido a la nube de confusión creada por el relativismo del mundo, necesitamos más que nunca la guía del Espíritu Santo. Cuanto más busquemos y vivamos según la verdad de Jesucristo, guiados por el Espíritu de la Verdad, más podremos discernir lo que en nuestra cultura procede de Dios y lo que es obra del Maligno.

La misión de la unidad

El Espíritu también nos lleva a la unidad que Cristo pidió en la Última Cena, “que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti” (Jn 17,21). En su carta a los Efesios, San Pablo habla de la obra de la unidad realizada por Cristo y que se hace presente en nuestras vidas por obra del Espíritu Santo: si bien es Cristo quien “derrib[ó] con su cuerpo el muro divisorio, la hostilidad” (Ef 2,14), es el Espíritu quien nos edifica “con los demás en la construcción para ser morada de Dios” (Ef 2,22).

Esta misión de unidad fluye del lugar que ocupa el Espíritu Santo en la Trinidad. El Espíritu es el vínculo de amor del Padre y del Hijo. Al igual que nos sentimos movidos hacia los que amamos —nuestros cónyuges, hijos, miembros de la familia— por el vínculo del amor, así también el Espíritu Santo une a todos los discípulos en el amor de unos a otros y a Dios.

Vemos esta acción unificadora de manera profunda en Pentecostés. En el cenáculo, el Espíritu desciende sobre los apóstoles en lenguas de fuego. Inspirados por el Espíritu, estos pescadores galileos salieron inmediatamente a predicar el mensaje de la reconciliación en Jerusalén. La ciudad estaba llena de visitantes de todo el mundo conocido en ese momento, pero toda la gente podía entender sus palabras. En cuanto los apóstoles recibieron el Espíritu Santo, la división de idiomas que se inició en la Torre de Babel quedó sanada. “Así fue como los hombres de todas las lenguas se unieron para entonar un solo cántico de alabanza a Dios, y las tribus dispersas, devueltas a la unidad por el Espíritu, fueron ofrecidas al Padre como primicias de todas las naciones” (San Ireneo, Contra las herejías, Libro 3, 17.2). Alrededor de 3000 creyentes, originalmente divididos por la lengua, se unieron entre sí y con Dios aquel día (Hechos 2,41).

Aunque hoy en día no solemos ver al Espíritu obrar de forma tan maravillosa, sigue dando el don de lenguas para atraer a otros al Padre. Una vez, mientras santo Domingo viajaba entre las nuevas comunidades que estableció, se encontró con un grupo de viajeros alemanes. Santo Domingo era español y no sabía alemán; los viajeros no sabían español. Sin embargo, durante tres días santo Domingo recibió el don de lenguas para poder compartir el mensaje del evangelio con sus compañeros de camino. El Espíritu sigue trabajando para unificarnos y atraernos al Padre.

La división basada en la lengua es real, pero el Espíritu Santo trabaja en nuestros días para sanar la división aún más profunda que crean nuestros pecados. En su primera aparición a los apóstoles después de su resurrección, Jesús “sopló sobre ellos y añadió: ‘Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos’” (Jn 20,22-23). El Espíritu Santo actúa en nuestras vidas permitiéndonos perdonar, tanto en la confesión como en nuestros corazones.

Hay algunos en nuestra cultura actual que piensan que el perdón es una debilidad o una capitulación ante el mal, que significa dar cabida a las personas y a los puntos de vista con los que no están de acuerdo. Otros se niegan a perdonar a quienes les han herido profundamente. Quiero ser muy claro: la falta de perdón no es el camino del evangelio, ni de un discípulo de Jesús. Es un rechazo al Espíritu Santo, que es enviado “entre nosotros para el perdón de los pecados”, como oímos en las palabras de la absolución en la confesión. El perdón nos sana y nos une, y es una obra que el Espíritu Santo desea hacer más en la actualidad. Desea reparar las heridas dentro y fuera de la Iglesia como parte de su misión de unidad.

Mientras nos preparamos para este Pentecostés, pidamos al Espíritu Santo que actúe a través de nosotros para que podamos ser agentes de perdón, sanación, verdad y unidad en nuestro mundo.

Frutos del Espíritu Santo

Gran parte del sufrimiento que el Espíritu Santo desea sanar proviene del rechazo de nuestra sociedad a Dios. La gente cree en las promesas del diablo, que pueden encontrar la felicidad en los placeres pasajeros, la fama, el poder u otros tipos de éxito mundano. Sin embargo, san Pablo dijo a los gálatas: “Las acciones que proceden de los bajos instintos son manifiestas: fornicación, indecencia, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidia, cólera, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas y cosas semejantes. Les prevengo, como ya los previne, que quienes hacen esas cosas no heredarán el reino de Dios” (Gál 5,19-22). La satisfacción que proporcionan los caminos del mundo es efímera e ilusoria; y da lugar al egoísmo, al odio y a la división que, lamentablemente, son tan comunes hoy en día.

Pero san Pablo también nos ofrece el antídoto para esta mezcla tóxica: “Por el contrario, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio” (Gál 5,23). ¿No sería nuestro mundo muy diferente si invocáramos al Espíritu, lo deseáramos y dejáramos que sus frutos crecieran en nuestras vidas? Hoy en día oímos con demasiada frecuencia que los seres humanos están atados por su humanidad, que somos incapaces de cambiar y de superar nuestras debilidades. Olvidamos el poder del evangelio; que Jesús liberó a los que estaban cautivos por sus robos, por sus adulterios, por sus enfermedades. Cuando se lee la vida de los santos, se ve que muchos de ellos eran grandes pecadores antes de su encuentro con Dios, pero que se abrieron al poder transformador de Dios y no apartaron los ojos de él. Hoy estamos llamados a hacer lo mismo. El papa Francisco nos recuerda a menudo que recemos al Espíritu Santo, que le abramos el corazón para conocer y vivir la alegría del evangelio, para compartir esta alegría con los que todavía sufren porque están esclavizados al mundo y capturados por el diablo.

El Espíritu Santo desea liberar al mundo y llevarnos a una relación íntima con el Padre. San Pablo dijo a los romanos: “Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos permite llamar a Dios Abba, Padre” (Rom 8,15). Con las numerosas agresiones a la familia por parte de nuestra cultura moderna, muchas personas no se dan cuenta hoy de lo que significa ser hija o hijo del Padre. El Espíritu Santo nos guía hacia el amor seguro de esta relación, y cuando experimentamos la libertad de ser hijos e hijas amados de Dios, los frutos del Espíritu florecerán en nuestras vidas. Seremos alegres, pacientes y amables. Llevaremos el perdón, la paz, el amor y la fe allá donde vayamos. Seremos ejemplos de generosidad, mansedumbre y autocontrol.

Dones del Espíritu Santo

En nuestro corazón, deseamos verdaderamente los frutos del Espíritu Santo, pero ¿le pedimos al Espíritu que los produzca? ¿Pedimos al Espíritu sus siete dones para que los frutos se manifiesten en nuestra vida y para que podamos vivir en íntima amistad con el Padre? Es posible que tengamos miedo a lo desconocido, sin atrevernos a preguntar: “¿Cómo cambiará mi vida si realmente recibo los dones del Espíritu Santo? ¿Qué me va a pasar?”. ¡No hay que tener miedo! Dios sabe exactamente lo que necesitamos y sólo nos dará lo que es para nuestro bien. Como dijo Jesús a las multitudes, “si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13). Ya hemos recibido estos buenos dones cuando fuimos confirmados, pero con demasiada frecuencia no invocamos los dones del Espíritu Santo y se quedan como semillas dentro de nosotros y no se convierten en frutos. El Espíritu nos da estos dones para que podamos crecer en la intimidad con nuestro Padre celestial y entre nosotros. Los dones del Espíritu Santo nos permiten ser receptivos a sus impulsos, que nos mueven a pensar y ver según los caminos de Dios.

El don de sabiduría nos permite ser movidos por el Espíritu Santo para afirmar cosas sobre Dios con deleite y verdad. El don de ciencia nos hace receptivos a los movimientos del Espíritu Santo para afirmar cosas sobre la realidad creada a la luz de sus causas más profundas. Si alguna vez les ha impresionado la belleza de las montañas y luego se han movido a considerar a Dios y cómo las hizo, eso era el Espíritu Santo moviéndote a través del don del conocimiento. El don de inteligencia nos abre a los impulsos del Espíritu Santo para que podamos comprender los signos que nos da Dios en las Escrituras, la liturgia y los sacramentos. El don de consejo nos hace receptivos a la inspiración del Espíritu Santo para discernir la opción moral correcta en cada situación y actuar en consecuencia.

El don de fortaleza nos fortalece para seguir al Espíritu Santo en situaciones exigentes, ayudándonos a resistir cualquier dificultad que nos haga desviarnos del camino de hacer el bien, incluso hasta derramar nuestra sangre por Cristo. El don de piedad nos abre al movimiento del Espíritu Santo para que podamos sentirnos y actuar como hijos de Dios. Por último, el don de temor del Señor nos hace receptivos a un temor reverencial hacia Dios, por lo que tememos cualquier cosa que ponga distancia entre él y nosotros.

A través de estos siete dones, somos conducidos a una amistad más profunda y a la unidad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios nos da estos dones de forma gratuita, fácil y abundante para atraernos hacia él. ¡Rezo para que no los dejemos de lado, poniéndolos en un estante! Más bien, que los invoquemos y los utilicemos en nuestra vida diaria para convertirnos en los santos que Dios desea que seamos.

Conclusión

Mientras nos preparamos para celebrar el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, los animo a todos a rezar por estos dones y frutos. Pidan al Espíritu Santo una efusión abundante del don que más necesiten para crecer en la amistad con Dios. A medida que nos acercamos a convertirnos en una arquidiócesis que existe en una forma de misión apostólica, mi esperanza es que todos lleguemos a una mayor intimidad con el Espíritu Santo, de modo que podamos seguir sus impulsos para llevar la alegría y la esperanza del evangelio a los más necesitados, a los que están atados por el pecado y la muerte, que sufren porque han sido engañados para seguir los caminos del mundo y del maligno más que la verdad salvadora de Jesucristo.

Para que nuestros corazones sean un terreno fértil para el Espíritu Santo en este Pentecostés, pido a todos los fieles de la arquidiócesis de Denver que se unan a mí para rezar la siguiente novena por los dones del Espíritu Santo desde el viernes 27 de mayo hasta el sábado 4 de junio. Reserven un tiempo cada día para rezar la novena, yendo con María y los apóstoles a este tranquilo cenáculo que anhela el Espíritu Santo. Que este Pentecostés los haga profundizar en la amistad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los llene de la alegría del evangelio.

¡Ven Espíritu Santo, para que conozcamos íntimamente el amor del Padre y lo amemos a su vez!

Sinceramente suyo en Jesucristo,


Excmo. Mons. Samuel J. Aquila,
Arzobispo de Denver