Toda relación real requiere la entrega, el don de sí mismo, para crecer. Amar a otra persona requiere que nos alejemos de la búsqueda de nuestro propio bien y, a partir de la entrega total de nosotros mismos que hemos ofrecido primero a Dios, que nos sacrifiquemos por el florecimiento de esa persona.
Pienso en esto cada vez que tengo la bendición de celebrar una boda de dos jóvenes católicos fieles. La Iglesia enseña que, en el sacramento del matrimonio, los cónyuges son lo que llamamos “ministros ordinarios” del sacramento, pues cooperan con Dios para conferir el sacramento el uno al otro, mientras que el ministro ordenado de la Iglesia sirve de testigo; es el acto de entrega y promesa de los cónyugues el que forja la unión duradera del matrimonio.
Te animo a que leas o releas las promesas matrimoniales católicas, para que su belleza vuelva a resonar en ti. En el fondo, las promesas articulan esto: “Ya no vivo para mí. Tú, y lo que tú necesitas, son la fuerza motriz de mi vida. Elegiré esto más que cualquier otra cosa. Haré lo que sea necesario por tu bien. Tú vales la pena”.
Una de las razones por las que los matrimonios están en declive hoy en día es que la cultura actual promueve centrarnos en nosotros mismos y satisfacer nuestros deseos antes de sacrificarnos por los demás. Debido a este trasfondo cultural y a nuestra naturaleza caída, hace falta una determinación heroica y una gracia sobrenatural para limitar nuestra libertad y ceder el “control”, para experimentar las bendiciones más profundas que sólo pueden surgir al reducir nuestras opciones.
Hoy, en cambio, “lo que yo quiero” es la fuerza cultural dominante. Uno de los padres intelectuales de la posmodernidad, Friedrich Nietzsche, puso voz a esta mentalidad secular cuando proclamó que el camino hacia el florecimiento humano es la “voluntad de poder”, es decir, encontrar la realización personal a través de la capacidad total de someter a los demás a los propios deseos. Jean-Paul Sartre, filósofo ateo de la primera mitad del siglo XX, concluyó célebremente su obra teatral A puerta cerrada haciendo que uno de los personajes principales explicara la conclusión demoníaca de esta filosofía: “¡El infierno son los demás!”.
Si el objetivo de la vida es cumplir la propia voluntad, los demás, con sus propias necesidades, sueños y deseos, siempre se interpondrán.
Esto es el antievangelio. Es exactamente lo contrario de lo que Jesucristo nos muestra como camino hacia la grandeza personal, cuando ofrece el verdadero camino hacia la plenitud humana: “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mateo 16,25).
La entrega está en el centro de nuestra fe católica, y es Dios mismo quien ha marcado el camino y “ha sido el primero en recorrerlo”. Jesús nos dice: “Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre” (Juan 10,17-18).
Uno de los misterios centrales de nuestra fe, la presencia real de Jesús en la Eucaristía, revela que Dios sigue entregándose cada vez que se celebra la Misa. Se ha entregado completamente a nosotros —cuerpo, sangre, alma y divinidad— hasta el final de los tiempos. San Francisco de Asís, contemplando estos misterios solía gritar por las calles: “¡El amor no es amado!”. Esto se debe a que nuestra única respuesta a lo que Dios hace por nosotros en los sacramentos es entregarle nuestra propia vida por completo.
Si queremos crecer como discípulos y dar fruto como Iglesia, debemos aprender a rendirnos de nuevo a Dios. Dar amor, por amor. La entrega es un proceso que dura toda la vida, en el que entregamos nuestros corazones, mentes, voluntades, cuerpos y almas a la Trinidad.