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LENT 2022 NOTA PASTORAL

TODO ESTÁ EN LA ENTREGA

Hace varios años, estaba haciendo un retiro ignaciano de silencio de 30 días, cuando a los pocos días del retiro me entró un antojo de comer helado.

Mientras entraba solo en una heladería, me fijé en una pareja joven que estaba delante de mí manteniendo una conversación intensa mientras pedían su helado. Mientras escuchaba, descubrí que en realidad estaban hablando de la Eucaristía y, concretamente, de la adoración eucarística. No hace falta decir que esto me llamó la atención. Ellos no me reconocieron como obispo, ya que no llevaba ropa clerical en el caluroso verano de Omaha mientras estaba en mi retiro.

Mientras ambos caminábamos por la acera de vuelta a nuestros coches, pude seguir escuchando su conversación. Se hizo evidente que a la mujer le fascinaba que el hombre fuera a la adoración eucarística. Él contó que iba dos o tres veces a la semana con amigos; ella quedó asombrada. A continuación, describió cómo él y sus amigos iban en coche a la adoración en silencio total para prepararse para ella. Aparentemente desconcertada, preguntó por qué lo hacían.

Se detuvo, y yo me detuve, fingiendo que miraba unos edificios. Después de reflexionar profundamente, dijo simplemente: “Es porque vamos a encontrarnos con el Señor, y tenemos que estar preparados para entregarnos a él. Todo está en la entrega de nosotros mismos a él”. Mi corazón saltó de alegría y quise gritar: “¡Joven, no estás lejos del Reino de Dios!”.

Mi encuentro fortuito con esa pareja proporcionó el tema “todo está en la entrega” para el resto de mi retiro. El Padre, en su amor incondicional por mí, me proporcionó un encuentro que hasta hoy es una de las experiencias que más me han cambiado la vida. El joven, que llevaba a su cita a tomar un helado, no tenía ni idea del regalo que me hizo aquel caluroso día de verano.

La entrega en la vida cristiana

Toda relación real requiere la entrega, el don de sí mismo, para crecer. Amar a otra persona requiere que nos alejemos de la búsqueda de nuestro propio bien y, a partir de la entrega total de nosotros mismos que hemos ofrecido primero a Dios, que nos sacrifiquemos por el florecimiento de esa persona.

Pienso en esto cada vez que tengo la bendición de celebrar una boda de dos jóvenes católicos fieles. La Iglesia enseña que, en el sacramento del matrimonio, los cónyuges son lo que llamamos “ministros ordinarios” del sacramento, pues cooperan con Dios para conferir el sacramento el uno al otro, mientras que el ministro ordenado de la Iglesia sirve de testigo; es el acto de entrega y promesa de los cónyugues el que forja la unión duradera del matrimonio.

Te animo a que leas o releas las promesas matrimoniales católicas, para que su belleza vuelva a resonar en ti. En el fondo, las promesas articulan esto: “Ya no vivo para mí. Tú, y lo que tú necesitas, son la fuerza motriz de mi vida. Elegiré esto más que cualquier otra cosa. Haré lo que sea necesario por tu bien. Tú vales la pena”.

Una de las razones por las que los matrimonios están en declive hoy en día es que la cultura actual promueve centrarnos en nosotros mismos y satisfacer nuestros deseos antes de sacrificarnos por los demás. Debido a este trasfondo cultural y a nuestra naturaleza caída, hace falta una determinación heroica y una gracia sobrenatural para limitar nuestra libertad y ceder el “control”, para experimentar las bendiciones más profundas que sólo pueden surgir al reducir nuestras opciones.

Hoy, en cambio, “lo que yo quiero” es la fuerza cultural dominante. Uno de los padres intelectuales de la posmodernidad, Friedrich Nietzsche, puso voz a esta mentalidad secular cuando proclamó que el camino hacia el florecimiento humano es la “voluntad de poder”, es decir, encontrar la realización personal a través de la capacidad total de someter a los demás a los propios deseos. Jean-Paul Sartre, filósofo ateo de la primera mitad del siglo XX, concluyó célebremente su obra teatral A puerta cerrada haciendo que uno de los personajes principales explicara la conclusión demoníaca de esta filosofía: “¡El infierno son los demás!”.

Si el objetivo de la vida es cumplir la propia voluntad, los demás, con sus propias necesidades, sueños y deseos, siempre se interpondrán.

Esto es el antievangelio. Es exactamente lo contrario de lo que Jesucristo nos muestra como camino hacia la grandeza personal, cuando ofrece el verdadero camino hacia la plenitud humana: “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mateo 16,25).

La entrega está en el centro de nuestra fe católica, y es Dios mismo quien ha marcado el camino y “ha sido el primero en recorrerlo”. Jesús nos dice: “Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre” (Juan 10,17-18).

Uno de los misterios centrales de nuestra fe, la presencia real de Jesús en la Eucaristía, revela que Dios sigue entregándose cada vez que se celebra la Misa. Se ha entregado completamente a nosotros —cuerpo, sangre, alma y divinidad— hasta el final de los tiempos. San Francisco de Asís, contemplando estos misterios solía gritar por las calles: “¡El amor no es amado!”. Esto se debe a que nuestra única respuesta a lo que Dios hace por nosotros en los sacramentos es entregarle nuestra propia vida por completo.

Si queremos crecer como discípulos y dar fruto como Iglesia, debemos aprender a rendirnos de nuevo a Dios. Dar amor, por amor. La entrega es un proceso que dura toda la vida, en el que entregamos nuestros corazones, mentes, voluntades, cuerpos y almas a la Trinidad.

Proceso de discernimiento arquidiocesano: Entrega confiada al Espíritu Santo

A lo largo de los últimos seis meses, a medida que hemos recorrido el proceso de discernimiento de toda la arquidiócesis, hemos tratado de aprender a entregarnos a la voluntad del Padre. A través del retiro de Adviento, hemos llegado a comprender primero su voluntad para cada uno de nosotros escuchando de nuevo la historia de la salvación. Al escuchar en nuestras reuniones de discernimiento parroquial, hemos buscado escuchar el plan de Dios para nuestra Iglesia, nuestras parroquias y nosotros mismos, como discípulos en este tiempo.

Ahora, nuestro proceso de discernimiento arquidiocesano concluirá con su experiencia culminante: nuestro evento de discernimiento arquidiocesano. Sus párrocos y yo hemos invitado a más de 500 discípulos de todas las parroquias y otras instituciones, apostolados, órdenes y movimientos de toda la arquidiócesis a este evento de tres días, del 25 al 27 de marzo, para buscar colectivamente la voluntad del Señor y escuchar su voz para nuestra arquidiócesis en esta nueva era apostólica.

Para preparar este acontecimiento, te invito a ti y a todos los fieles de la arquidiócesis de Denver a rezar la Novena del Abandono, a partir del 17 de marzo. He enviado copias de esta novena a cada parroquia, donde puedes recogerlas. Descubrí la novena hace unos años y la he rezado varias veces. Esta novena es una oportunidad para que todos nos entreguemos de nuevo a Jesús. Es una oportunidad para ponerla en primer lugar en nuestra vida, y cuanto más nos entreguemos a él, más crecerá nuestro amor por él, el Padre y el Espíritu Santo. Y porque amamos más a Dios, amaremos a los demás y veremos el rostro de Cristo en cada persona que encontremos. Esta oración de entrega también aumentará nuestro deseo de llevar a cabo la misión de Jesús en el mundo actual, que necesita desesperadamente testigos del poder transformador del Evangelio.

Creo que la acción espiritual de toda nuestra arquidiócesis al abrirnos a la voluntad del Padre despejará el camino para que se produzcan frutos increíbles en el propio evento de discernimiento arquidiocesano y a medida que avancemos desde esa ocasión.

Esta novena concluirá el día de la apertura de nuestro evento de discernimiento arquidiocesano, en la fiesta de la Anunciación, que es cuando celebramos el acto de entrega de María que dio paso a los momentos más culminantes de la historia de la salvación. Ese día, hace dos mil años, toda la historia de la humanidad llegó a un momento de expectación, esperando las palabras de la Virgen María: “Hágase en mí según tu palabra”. María escucha el plan de salvación de Dios y se entrega a la voluntad del Padre, mostrando su voluntad de ser su sierva. La historia de la humanidad cambia para siempre en su rendición, en su “sí” al plan de Dios.

La Iglesia, en todas las formas increíbles en que ha transformado el mundo y la cultura durante estos dos mil años, en sus grandes santos, en la “vida en abundancia” que tantos han encontrado en Jesucristo y en su Iglesia, todo ello es fruto de un profundo momento de entrega.

Otro momento de confianza y entrega se le exigiría a José, el prometido de María, cuando, tras descubrir su embarazo, planeó salvar a ambos de la vergüenza al querer “abandonarla en secreto” (Mateo 1,19). Un ángel se le aparece a José y, animándole a no tener miedo de seguir el plan de Dios, le revela cómo todo esto era la acción del Espíritu Santo. Luego, el Evangelio dice: “Cuando José se despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y recibió a María como esposa” (Mateo 1,24).

María y José muestran una característica clave de los discípulos auténticos: escuchan la voz del Señor y responden entregándose y siguiendo su plan, abandonando sus propias expectativas. “No todo el que me diga: ‘¡Señor, Señor!’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial” (Mateo 7,21).

Nuestra fase local del sínodo sobre la sinodalidad, lo que hemos llamado el proceso de discernimiento arquidiocesano, ha sido en sí misma un acto de entrega. No teníamos previsto hacer un sínodo, pero lo que al principio parecía un inconveniente, por obediencia a la invitación del Santo Padre, se ha convertido en una notable oportunidad para volver a comprometernos con la entrega fundamental a la que todos estamos llamados como discípulos de Jesucristo.

“Navega lago adentro” (Lucas 5,4)

Esta llamada a la entrega me recuerda, como arzobispo, un encuentro que tuvo Jesús con uno de sus apóstoles en el lago de Genesaret, cuando Jesús se sube a la barca de Pedro, sin ser invitado, y empieza a decirle lo que debe hacer. Primero le exhorta a remar a poca distancia de la orilla, y luego, tras enseñar más a la multitud, habiendo esperado Pedro pacientemente todo el tiempo, le dice que reme “lago adentro” (Lucas 5,4) y eche las redes para pescar.

Pedro responde con cautela: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos sacado nada; pero, ya que lo dices, echaré las redes” (Lucas 5,5). Inmediatamente captura tantos peces que sus compañeros tienen que venir a ayudarle con un barco adicional.

Pedro sabía cómo pescar. Sabía lo que hacía. Sin embargo, no fue hasta que siguió el mandato del Señor que capturó algo. El fruto que recibió aquel día en la pesca fue más abundante de lo que jamás imaginó.

Muchos de nosotros tenemos una idea preconcebida de lo que queremos hacer para seguir a Dios o ayudar a la Iglesia. Muchos de nosotros nos sentimos como si hubiéramos estado pescando toda la noche, trabajando con nuestras propias fuerzas y sin pescar nada mientras observamos las tendencias desalentadoras de nuestra cultura e Iglesia.

Pero, como nos enseña el encuentro de Pedro con Jesús, sólo “capturaremos” algo cuando nos entreguemos a Dios y a su plan. Sólo así descubriremos la fecundidad a la que estamos llamados en nuestras vidas individuales, familias, parroquias y escuelas.

Nuestro proceso de discernimiento arquidiocesano se ha convertido en una importante invitación de Dios a dejar de lado nuestros propios planes, agendas y nociones de “lo que quiero hacer para Dios”, y preguntarle humildemente lo que está en su corazón, para seguir hacia donde él nos guíe. Ir “lago adentro” y echar nuestras redes. Lo que nos queda es escuchar su voz, rendirnos y seguir.

A medida que este proceso de oración llega a su conclusión, espero que te unas a mí para abrirnos a lo que Dios está haciendo en nuestras propias vidas como discípulos y en nuestra Iglesia local a través de la Novena del Abandono. ¡Que ésta dé mucho fruto en nuestras vidas, en nuestras parroquias y en nuestra arquidiócesis! Que dé muchos frutos en nuestras vidas, en nuestras parroquias y en nuestra archidiócesis.

+ Mons. Samuel J. Aquila

Arzobispo de Denver